MATAR AL MENSAJERO. Roberto Fontanarrosa (ARG)
MATAR
AL MENSAJERO.
Roberto Fontanarrosa (ARG)
Según Aristágoras de Tesalia, la costumbre de matar al
mensajero que traía malas noticias data del siglo VIII (a. de J. C.) cuando
Régulo ordena lapidar al correo que le informa que Xantipo, su carnero
predilecto, ha caído por un despeñadero, haciéndose pedazos.
La historia recoge más tarde los avatares de Sebo de Agrigento, un
joven espartano que debe notificar al monarca Cayo Sempronio que sus tropas han
sido exterminadas en la batalla de Salamina.
Esparta ya estaba en decadencia, pero conservaba aún vestigios de
anteriores grandezas. Cayo Sempronio, hijo de Argólida y Sempronio I el Adulto,
nieto de Terencio Emilio, hermano de Trasimeno y Pánfilo el Ilota, sobrino de
Alcibíades y Elenita, amigo cercano de Publio Escipión, cliente asiduo de
Cátulo y paciente ocasional del sabio Pisístrato de Rodas, había teñido con su
carácter sensible y perceptivo, la nueva cultura de su ciudad, tradicionalmente
guerrera.
Muerto su padre, a quien en la intimidad familiar llamaban "El
Cruel", el nuevo monarca no vaciló en dejar de lado las férreas costumbres
militares que habían caracterizado al pueblo espartano. Durante su corto
gobierno florecieron los cenáculos literarios, los juegos danzantes y los
arreglos florales, reemplazando al adiestramiento de combate donde se habían
forjado generaciones y generaciones de espartanos. Notificado del cambio, a
través de trovadores trashumantes que cantaban las glorias de Esparta, la
codicia floreció en el espíritu ambicioso de Aníbal, el Conquistador de las
Galias.
Poco tiempo atrás, durante su campaña al Asia profunda, Aníbal
había incorporado los elefantes a sus huestes, con lo que nació una nueva
costumbre que habría de imponerse en todo el Peloponeso: el circo. Aníbal ya
disponía de cuatro legiones reforzadas con elefantes, dos con osos bailarines y
otras dos con perros equilibristas.
En el año 324 a. C. Aníbal, con su formidable ejército, cruza el
Rubicón e invade las planicies de la Mesopotamia y el fértil valle del
Metaponto, amenazando así directamente los dominios de Cayo Sempronio, a quien
llamaban ya "El Esteta".
Cayo Sempronio no se intimida. Ante el disgusto de los principales
pretorianos de su ejército y la inquietud de la población, pone al frente de
sus tropas a Efraín de Cadmio, un pintor naturalista por quien sentía verdadera
admiración y respeto.
Efraín no se arredra ante el desafío, pese a que debe enfrentar, ni
más ni menos, a Aníbal y sus enloquecidos elefantes, flamantes conquistadores
de toda Asia menor, parte de Asia mayor, trozos de África aborigen, y los
imperios sunita, persa y mandarín, en el lejano y remoto Oriente.
Marco Polo, el viajero, es quien advierte a Efraín de Cadmio sobre
los riesgos de su aventura. Polo es quien provee a Efraín de las telas para sus
cuadros, trayéndolas desde los confines del reino de la Cochinchina en naves
que han desafiado, ya, todos los mares. Conoce a Aníbal puesto que también ha
comerciado con él, aprovisionándolo de elefantes, cocodrilos del Ganges y hasta
gatos procedentes de Siam a los cuales Aníbal ha conferido cargos menores en su
ejército de ocupación.
Efraín no duda. Convence a Cayo Sempronio de que deben tejer una
alianza con las otras tribus de la región para detener a Aníbal.
"¡Datenta Aníbal! ¡Datenta Aníbal!", es la consigna que
recorre, como un reguero del nuevo producto explosivo que han inventado los
cochinchinos —la pólvora—, el valle del Eufrates, los olivares de Elche, los
viñedos de Arcadia, las termas de Caracalla.
Los imperios vecinos deciden apoyar a Cayo Sempronio. Efraín de
Cadmio reúne entonces bajo su mando a los oscuros cafres del vértice del
Tigris, los asiáticos mongoles llegados desde las alturas de Tamerlán, los
pálidos nativos alfareros de las riberas del Ganges.
Dispone, ya en el campo de batalla, los negros por un lado, los
amarillos por el otro, y balancea los blancos de forma que el impacto visual no
sea agresivo.
Diseña él mismo los uniformes, quitando cobres y brocatos, bronces
y cuerinas, para reemplazarlos por aleaciones brillantes, capas vaporosas,
tules y sandalias con coturno.
A fines del año 328 a. C., según Aristágoras de Tesalia, se produce
la batalla de Salamina, donde Aníbal destroza sin piedad alguna a las legiones
aliadas de Cayo Sempronio "El Esteta", bajo el mando de Efraín de
Cadmio.
Siempre según Aristágoras, en sus escritos hallados a orillas del
Mar Caspio, un solo hombre de Efraín salió con vida de la matanza, y fue el
mensajero Sebo de Agrigento, un joven de apenas 14 años que corría como el
viento.
Sebo, aún adolescente e inexperto, comprendió que la suerte estaba
echada al observar que en el campo de batalla yacían sin moverse, sin hablar y
sin emitir sonido alguno, los 130.000 hoplitas que su jefe había empujado a la
contienda.
El joven, sin vacilar, emprendió veloz carrera hacia Esparta,
distante unos cien kilómetros de allí. Debía avisar lo antes posible a su
emperador, Cayo Sempronio, que debía huir precipitadamente, evacuar la ciudad,
trepar a una nave y remontar el Eufrates antes de que la ensoberbecida
soldadesca de Aníbal cayera sobre la ciudad y la redujera a escombros.
No obstante, Sebo no quería repetir la triste experiencia de
Peidípides, el soldado de Maratón.
Recordaba que aquella historia se había contado, con lujo de
detalles, durante largas noches en los fuegos de Esparta, traída por viajeros,
caminantes y derviches. En la batalla de Maratón, un mensajero había corrido
doscientos kilómetros hasta Esparta, para anunciar la amenaza persa, cayendo
muerto luego de cumplir con su heroico cometido.
Sebo de Agrigento no deseaba una novedad a lo Pirro. Quería alertar
a su monarca, pero conservar un resto de aliento para huir luego, junto con él,
en el esquife.
Por lo tanto, en pleno escape, dosificó el esfuerzo y moderó su
carrera dado que le dolía ya un poco el bazo.
Sin embargo, pronto debió abandonar todo cuidado. A sus espaldas le
parecía escuchar el entrechocar de espadas enemigas, el retumbar de cascos de
caballos, el jadeo estremecedor de los elefantes a través de los atanores de
sus trompas proboscídeas.
Dos días y dos noches corrió Sebo de Agrigento, los pies en carne
viva. Más de una vez rodó por los polvorientos senderos, flagelando sus carnes
con las piedras filosas y las zarzas del camino que se prendían a sus cabellos
como queriendo detenerlo. "¡Datenta Sebo! ¡Datenta Sebo!", parecían
rugir las aguas procelosas del Tigris, río que debió cruzar ocho veces,
desorientado.
A pocas leguas de llegar a las amuralladas puertas de Esparta,
macilento y agotado, tuvo la fortuna de caer de bruces frente a una cueva donde
habitaba una anciana macedonia.
La anciana, Argucia de Corinto, lo confortó brindándole agua,
nísperos, dátiles y quesillo de cabra. Le aconsejó, además, que descansara en
su cueva toda una noche antes de reanudar la marcha. Pero Sebo se opuso.
—Debo avisar a Cayo Sempronio y a toda la población de Esparta, que
hemos sido derrotados y que, en un par de jornadas, las tropas de Aníbal y sus
enloquecidos elefantes estarán por acá.
La anciana lo miró con firme conmiseración.
—No envidio tu suerte, muchacho —le dijo luego—. Se ha hecho
habitual una repudiable costumbre, la de matar al mensajero que trae malas
noticias. ¿Conocías tú a Filipo, de Sicilia?
—¿El hijo de Epaminondas, sobrino de Flaminia, nieto de Atajerjes y
Massina, primo de Atilio?
—El mismo. Era mi hijo.
—Sí. Lo conocí en clases de teatro.
—Era mensajero, como tú —se quebró la voz de la anciana—. Cayo
Sempronio lo mandó matar cuando Filipo le informó que Temístocles, su halcón
predilecto, se había estrellado contra un álamo.
—¿Cómo pudo suceder tal infortunio?
—Uno de los cetreros del emperador olvidó quitarle la capucha que
cubre la cabeza de los halcones mientras reposan. El ave fue lanzada a volar y
se aplastó aparatosamente contra un álamo. Mi hijo relató la escena a Cayo
Sempronio y éste ordenó que lo lapidaran.
—Debo irme —cortó la amarga conversación, ansioso, Sebo de
Agrigento.
—Reposa en mi cueva, esta noche —insistió la anciana—. Mañana
estarás fresco y vigoroso para difundir la mala nueva.
En eso, dos soldados de Cayo Sempronio acertaron a pasar por el
lugar, montados a caballo.
—¡Sebo! —gritaron, reconociendo al muchacho pese a su aspecto
desgraciado—. ¿Cómo ha terminado la batalla?
—Bien sabes, valiente hoplita —se irguió Sebo—, que nadie puede
enterarse de una noticia antes que Cayo Sempronio. Pero uno de vosotros corra
ya, vuele hasta el palacio para advertir al emperador que voy en camino. El
otro, que me espere acá, mientras me aseo y me alimento, para estar presentable
ante los ojos de los sabios.
Casi de noche, Sebo de Agrigento, hacía su entrada en Esparta, en
ancas de la cabalgadura del legionario. Le sorprendió encontrar a toda la
población despierta, reunida en las escalinatas del foro, portando antorchas y
aguardando las noticias que él debía proclamar.
Sebo había sido veloz como el rayo. Si el éxodo comenzaba de
inmediato, a nadie encontraría Aníbal para sacrificar, burlar, escarnecer o
esclavizar. En el puerto, aguardaba con las velas extendidas el esquife que
podría llevar a Cayo Sempronio a buen recaudo.
Sebo trepó las escalinatas, jadeando ahora por la emoción y la
ansiedad. A sus frágiles 14 años sabía que concitaba la atención de sus
conciudadanos, que todo el mundo estaba pendiente de él. Dentro del palacio,
Cayo Sempronio había ordenado suspender la orgía. Callaron los timbales, los
armuños y los sarcandos y dejaron de danzar las odaliscas. Se hizo un silencio
ominoso.
—¿Qué buenas nuevas me traes, mensajero? —balbuceó Cayo Sempronio,
tragando saliva. Se había percatado, ya, del aspecto enclenque de su correo.
Sebo elevó su mano derecha.
—¡Victoria! —rugió.
Un estallido de loca algarabía sacudió el palacio alcanzando a la
gente que aguardaba en las escalinatas del foro, que comenzó a danzar, saltar y
contorsionarse.
—¡Fácil victoria! —repitió Sebo, su puño en el aire. Cayo Sempronio
logró hacer callar por un momento a la muchedumbre.
—Me alarmaste —rió— con tu aspecto menesteroso. Advierto
laceraciones, hematomas y escoraciones en tu cuerpo, como si hubieses sido
alcanzado por las azagayas y las alabardas del enemigo.
—Caí mil veces —Sebo bajó su mirada—, y mil veces me puse de pie
para llegar aquí y contar la maravillosa noticia. Por fortuna, di con la cueva
de la vieja Argucia, quien me confortó y retempló mi ánimo.
Esa noche nadie durmió en la ciudad de Esparta. Todos festejaron
hasta las primeras luces del alba y luego comenzaron a preparar la gran fiesta
con que recibirían a las tropas vencedoras al mando de Efraín de Cadmio.
De Sebo de Agrigento nada se supo, según cuenta Aristágoras de Tesalia
en sus escritos, pero no hallaron jamás su cuerpo, luego de que Esparta fuera
reducida a escombros y las legiones de Aníbal esparcieran sal gruesa sobre las
ruinas. Lo único que se salvó de la quemazón y el destrozo fue el esquife de
infladas velas que, según historiadores poco confiables, zarpó durante la misma
noche del festejo, conducido, quizás, por el joven mensajero.
Así fue como, con el enojoso hábito de matar al mensajero nació
además la costumbre de la mentira, falsedad moral sobre la cual no había
conocimiento hasta ese momento en la historia. O, al menos, no dan cuenta de
ella —antes de este episodio—, ni Aristágoras, ni Demóstenes, ni Epaminondas de
Cízico, como tampoco Aurelio el Cartaginés en su Piedra Roseta.
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