SEÑOR BARBA RIDÍCULA. Santiago Pedraza (MEX)
SEÑOR BARBA RIDÍCULA. Santiago Pedraza (MEX)
Una noche, cuando
yo era niño y la luna era un poco más joven de lo que es ahora, mi padre entró
a mi habitación.
En la oscuridad, su sombra era inexistente
igual que sus sueños. Se sentó en mi cama, me acarició el cabello y me besó la
frente mientras la luna se erizaba como un gato. Mis ojos cerrados y la falta
de luz le hicieron pensar que yo estaba dormido, así que sus labios emitieron
una despedida que intentó disfrazarse de algo más.
—Hijo, quiero que seas bueno. Quiero que cuides a tu hermano, que lo ames y lo
protejas siempre. A partir de ahora vivirán con tu tía Eva. Yo debo irme...
hijo, debo matar al hombre que asesinó a tu madre. Tengo que hacerlo. Por
favor, convierte en un buen hombre y no me juzgues por mis decisiones —dijo mi
padre, pensando que nadie lo escuchaba.
Salió lentamente de la habitación y yo me levanté con los puños cerrados. Yo
sabía quién era el asesino de mi madre, mi sospecha era tan fuerte que me ardía
bajo la piel: el señor barba ridícula. Éste era un hombre que vivía en el
último piso del edificio. No me gustaba cómo miraba a mi mamá. Incluso un par
de veces la tomó violentamente del brazo y la amenazó mientras yo observaba
desde el fondo del pasillo.
Escuché cuando mi padre salió del departamento
y sonó como si la puerta me lanzara una invitación a seguirlo. Corrí a la
cocina tropezando con mi propia sombra. Tomé un cuchillo, dispuesto a unirme a
la guerra que mi padre estaba a punto de librar. En el cuarto de mi hermano
dormía también mi tía Eva, una de las personas a las que más odiaba en este
planeta. ¿Por qué? Por haberse quedado callada, por haber sido una hipócrita.
Sin embargo, mi odio debía dirigirse a otro objetivo: el señor barba ridícula.
Salí del departamento y seguí a mi padre por unas escaleras que parecían una
serpiente enroscada, guardando suficiente distancia para no ser visto. Mi mano
hacía temblar el cuchillo, los recuerdos llegaban sólo para darle potencia a mi
rabia. Odiaba al señor barba ridícula, odiaba su altanería, odiaba cuando él y
mi madre se encerraban en su departamento mientras yo cuidaba a mi hermano,
odiaba verla saliendo de ahí arreglándose el cabello mientras él le apretaba
los muslos, odiaba cómo el imbécil sonreía cuando nos miraba a mi padre y a mí
desde lejos.
Intenté no hacer ruido, pero mi corazón latía como un tambor escandaloso. Sin
embargo, mi padre no lo notó. Compartíamos un vínculo sin que él lo supiera,
éramos como un león y su cachorro saliendo de cacería. Todos hablan sobre cómo
el amor te hace feliz, pero cuando se trata de unir a las personas, no hay nada
más eficaz que el odio.
Al llegar al último piso, mi padre se detuvo en
el pasillo. Se estaba preparando, su objetivo era la puerta del último
departamento, la puerta de donde vi tantas veces salir a mi madre, acomodándose
el vestido hacia abajo. La pausa silenciosa que hizo mi padre me sirvió también
a mí para recordar: «¡Quiero que lo pierdas! ¡No me interesa! ¡Si no haces algo
te juro que te mato!». Eso fue lo que el señor barba ridícula le gritó a mi
madre días antes de que ella muriera.
El recuerdo de aquella amenaza hizo que mi corazón bombeara magma. Apreté con
furia el cuchillo como si quisiera transmitirle mi poder.
Mi padre no se movía, así que para no hacer ruido seguí recordando:
«¡¿Embarazada?! ¡¿Estás loca?! ¡Eres una mujer casada, maldita sea!». Eso fue
lo que mi tía Eva le dijo a mi madre mientras yo estaba escondido debajo de la
mesa.
Mi padre empezó a avanzar y yo lo seguí con la torpe cautela de un felino
inexperto. Su oscura silueta parecía la de un coloso marchando hacia la guerra.
Con cada paso que dábamos, mi corazón parecía querer salirse de mi pecho para
caminar con sus propios pies, aunque tuviera que jalarme de las venas.
Finalmente llegamos a la puerta del señor barba ridícula. El combate había
empezado, yo temblaba de rabia, el cuchillo gruñía como una pequeña bestia. Sin
embargo, un detalle nos dejó a la luna y a mí igual de sorprendidos: mi padre
no se detuvo, siguió caminando rumbo a la azotea.
Me quedé pasmado por unos instantes. Estuve a punto de soltar el cuchillo, pero
cuando volví en mí lo sostuve con el doble de furia. Seguí a mi padre con el
corazón en llamas. Al salir, lo encontré parado al borde de la azotea, como un
zombi que miraba el cielo.
—¡Papá! —grité, rompiendo violentamente el pacto que había hecho con el
silencio.
Él volteó a verme, y por un momento, pareció no reconocerme.
—Vuelve a la cama, hijo —me dijo con voz serena.
—¡No! ¡Él está ahí, dormido en su departamento! ¡Tenemos que matarlo! ¡Papá!
¡Hay que matarlo!
Él sonrió con dulzura e ironía al ver que
empuñaba un cuchillo y que temblaba frenético.
—Hijo... Él ya está muerto... igual que tu madre —hizo una pausa y su siguiente
frase destruyó mi mundo—. Ambos fueron asesinados por el mismo hombre.
Nos quedamos callados y el suspenso hizo que la luna se acercara un poco más a
la tierra para escuchar lo demás.
—Hijo... Nunca seas como yo. Nunca pierdas el control. Suelta ese cuchillo.
Cuida a tu hermano, a tu tía... y nunca hagas lo que yo hice.
Dijo esto, y luego se dejó caer desde la azotea.
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